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sábado, 8 de diciembre de 2012

Aloha, en la calle Espoz y Mina

La primera vez que entramos en un bar y nos tomamos un vino fue en 1973. Teníamos dieciséis años, pedimos nuestros vinos y nos los sirvieron con toda normalidad. Ni tuvimos la impresión de estar cayendo en el vicio, ni el camarero pensó que estaba corrompiendo a menores. Un simple gesto de iniciación a la vida de entonces, más o menos a la misma edad que lo hacía el resto de nuestra generación.

Nos costó 2 pesetas. Debíamos de estar en el momento justo de cambiar los precios, porque vinos sucesivos ya nos salieron a 3 pesetas (2 céntimos de euro; si tenemos en cuenta la inflación, apenas 30 céntimos, que no es dinero). Y durante el siguiente invierno las cañas nos saldrían a 5 pesetas, aunque ya no recuerdo si es que la caña era más cara que el vino o si es que los precios habían vuelto a subir. Al menos, en el Aloha (calle Espoz y Mina), donde nos pasábamos la vida charlando entre amigos y oyendo música.

Bebíamos de todo (creo recordar que con moderación), pero especialmente cerveza en caña. En parte, el motivo era la baja calidad de los vinos que entonces se servían en los bares de Salamanca. En sitios de más nivel nuestros padres pedían "un rioja", pero eso estaba por entonces fuera de nuestro alcance.

El concepto de bar no ha cambiado tanto en cuarenta años. Un camarero y un cliente separados por una barra (bar), sobre la que se sirve la bebida. Con todo, creo que un viajero del tiempo encontraría algunas diferencias notables entre los bares de entonces y los de ahora. Mucha más formica entonces que ahora, por ejemplo. Más gente jugándose el café y la copa a las cartas. Y, sobre todo, máquinas diferentes.

Era muy típico que los bares de entonces tuvieran una o varias máquinas de bolas (no recuerdo que por entonces las llamáramos "flippers"). Eran electromecánicas, y el secreto estaba en menearlas sabiamente para ayudar a la bola a ir por donde debía sin llegar a provocar una falta ("tilt"). A mediados de los setenta nos gastábamos en ellas parte de nuestros escasos medios, pero desaparecieron muy pronto. Hacia finales de la década empezaron a aparecer los juegos electrónicos (creo que el primero fue el ping pong) y en 1979 o 1980, las tragaperras. De menor tamaño y, probablemente, mayor rentabilidad, entre los unos y las otras desplazaron a las máquinas de bolas de la mayor parte de los bares.








En bastantes bares había también una máquina de discos (casi ninguno de nosotros sabía por entonces que su nombre técnico era "jukebox"; los que sí lo sabían no se hubieran atrevido a decirlo en público). Echabas las monedas y seleccionabas canciones entre las 50-100 que la máquina ofrecía. Era la época de los singles, la época de los Cuarenta Principales, en que las mismas canciones se repetían de manera obsesiva, así que, con un poco de suerte (o mala suerte, según los gustos), podíamos escuchar tres veces "Let it be" mientras nos tomábamos las caña.





Las cosas cambiaron hacia finales de los setenta. La música adquirió una importancia mayor en el acondicionamiento de muchos locales, así que empezó a estar a cargo de la gestión del propio bar, que se encargaba de crear ciertos ambientes mediante el uso en cada momento de la música adecuada. Los jukeboxes quedaron cada vez más relegados, hasta acabar convirtiéndose en objeto de anticuario. O en protagonistas de nuestros sueños.



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